PENSANDO EN LA MUERTE


“Considera que tierra eres y en tierra te has de convertir. Día llegará en que será necesario morir y pudrirse en una fosa, donde estarás cubierto de gusanos (Sal. 14, 11).

A todos, nobles o plebeyos, príncipes o vasallos, ha de tocar la misma suerte. Apenas, con el último suspiro, salga el alma del cuerpo, pasará a la eternidad, y el cuerpo, luego, se reducirá a polvo (Sal. 103, 29).

Imagínate en presencia de una persona que acaba de expirar. Mira aquél cadáver, tendido aún en su lecho mortuorio; la cabeza inclinada sobre el pecho; esparcido el cabello, todavía bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos; desencajadas las mejillas; el rostro de color de ceniza; los labios y la lengua de color de plomo; yerto y pesado el cuerpo... ¡Tiembla y palidece quien lo ve! ¡Cuántos, sólo por haber contemplado a un pariente o amigo muerto, han mudado de vida y abandonado el mundo!

Pero todavía inspira el cadáver horror más intenso cuando comienza a descomponerse. Ni un día ha pasado desde que murió aquel joven, y ya se percibe un hedor insoportable. Hay que abrir las ventanas, y quemar perfumes, y procurar que pronto lleven al difunto a la iglesia o al cementerio, y que le entierren en seguida, para que no inficione toda la casa. Y el que haya sido aquel cuerpo de un noble o un potentado no servirá, acaso, sino para que despida más insufrible fetidez, dice un autor.

¡Ved en lo que ha venido a parar aquel hombre soberbio, aquel deshonesto! Poco hace, veíase acogido y agasajado en el trato de la sociedad; ahora es horror y espanto de quien le mira. Apresúranse los parientes a arrojarle de la casa, y pagan portadores para que, encerrado en su ataúd, se lo lleven y den sepultura. Pregonaba la fama no hace mucho el talento, la finura, la cortesía y gracia de ese hombre; mas a poco de haber muerto, ni aun su recuerdo se conserva (Sal. 9, 7).

Al oír la nueva de su muerte, limítanse unos a decir que era un hombre honrado; otros, que ha dejado a su familia con grandes riquezas. Contrístense algunos, porque la vida del que murió les era provechosa; alégrense otros, porque esa muerte puede serles útil.

 Por fin, al poco tiempo, nadie habla ya de él, y hasta sus deudos más allegados no quieren que de él se les hable, por no renovar el dolor. En las visitas de duelo se trata de otras cosas; y si alguien se atreve a mencionar al muerto, no falta un pariente que diga:

“¡Por caridad, no me lo nombréis más!”

 Considera que lo que has hecho en la muerte de tus deudos y amigos así se hará en la tuya. Entran los vivos en la escena del mundo a representar su papel y a recoger la hacienda y ocupar el puesto de los que mueren; pero el aprecio y memoria de éstos poco o nada dura. Aflíjanse al principio los parientes algunos días, más en breve se consuelan por la herencia que hayan obtenido, y muy luego parece como que su muerte los regocija. En aquella misma casa donde hayas exhalado el último suspiro, y donde Jesucristo te habrá juzgado, pronto se celebrarán, como antes, banquetes y bailes, fiestas y juegos... Y tu alma, ¿dónde estará entonces?”

Esto lo escribe San Alfonso María de Ligorio en su libro PREPARACIÓN PARA LA MUERTE en la primera consideración.

Para eso una de las ramas más antiguas del saber humano como lo es la filosofía la cual, viene reflexionando sobre la muerte desde tiempos inmemoriales. El filósofo griego Platón entiende la muerte como separación del cuerpo y el alma. El alma inmortal, que en el cuerpo ha vivido sólo involuntariamente como en una prisión, acontecerá entonces libre y retornará a Dios.

Ahora tomando en cuenta a la Biblia es la que nos ofrece numerosas imágenes para fortalecer nuestra esperanza en la vida eterna. Cada imagen tiene su propia verdad y quiere abrirnos una ventana por la que poder asomarnos al misterio de Dios y del ser humano. Sobre imágenes no se puede discutir. Por lo que toca a ellas, no se trata de llevar la razón, sino de tener disposición a dejarse conducir por ellas hacia las sospechas de nuestra alma.


En su descripción de la muerte de Jesús, el evangelista Lucas nos muestra otra imagen más de nuestro morir. Lucas cuenta que Jesús, en la cruz, estaba en cada lado  por un ladrón. El de la izquierda insulta a Jesús y se burla de él. Pero el otro le regaña con las palabras: «Y tú, que sufres la misma pena, ¿no respetas a Dios? Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; éste, en cambio, no ha cometido ningún crimen» (Lc 23,40).

Este segundo malhechor no tiene otra cosa que acogerse que su arrepentimiento o, lo que viene a ser lo mismo, el reconocimiento de que sufre con razón la muerte en cruz. Pues sus acciones le han hecho merecedor de esa pena. Pero, acto seguido, se dirige a Jesús con toda confianza: «Jesús, cuando llegues a tu reino, acuérdate de mí» (Lc. 23,42). Y Jesús le responde con las maravillosas palabras: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc. 23,43).

La espera del fin inminente no es una ilusión. Nuestro final está cerca, aun cuando lleguemos a los ochenta o noventa años. Vivir con la vista puesta en ese final cercano es lo que da a la vida su valor. Nos sacude y motiva a vivir de verdad y a no quedarnos sentados pensando en la inmortalidad del cangrejo, limitándonos a esperar. Debemos aprovechar el tiempo de que disponemos.

En el Evangelio de Mateo, en el discurso sobre el Juicio, Jesús nos recuerda la responsabilidad que tenemos para con el prójimo. En el hermano y en la hermana nos encontramos con Cristo. En la muerte, Jesús nos dirá: «Os aseguro que lo hayan hecho a estos mis hermanos menores me lo hicieron a mí» (Mt 25,40).

Hay muchos signos recordatorios que nos permiten seguir integrando al difunto en nuestra vida. Por ejemplo, colocar en la casa un retrato de él. O plantar en el jardín una flor o planta que nos lo recuerde. Recordar no significa aferrarse al difunto. Debemos despedimos de él.

Debemos dejarlo marchar. No podemos seguir hablando con él del mismo modo en que lo hacíamos antes. La despedida exige duelo y dolor. Pero el objetivo del duelo es entablar una nueva relación con el difunto.


Decía un moralista francés del Renacimiento llamado Montaigne “que algunos han vivido mucho tiempo y han vivido poco". Lo importante no consiste en la duración sino en «la profundidad y fecundidad» que damos a la vida.

Me despido en este día de los difuntos con la frase de San Juan de la cruz.  Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor.”

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